Estábamos, él que escribe con mi hijo e hija mayor, en nuestra cabaña en las orrillas del Río Puelo, lejos de caminos, entre las montañas verdes de los Andes en Patagonia. El día era caluroso y el sol brilló fuerte en el cielo azul.
Subimos el río en nuestra panga, corrimos río arriba por los rápidos, gritando cuando las olas nos salpicaron con agua fresca. Las sonrisas querían partirnos las caras en dos. Llegamos a las aguas más quietas del cañon con sus paredes de roca casi verticales y allí pusimos a pescar. Atamos el bote a una rama que salió del acantilado a la derecha del cañon para pescar en el remanso que el río forma allí. Muy arriba, encima de las paredes de gránito vi coigües con sus ramas plumosas que sacudían suavemente en la brisa. Se escuchaba el murmullo del río, el canto de un chucao y las risas de mis hijos. El aire nos tocó las caras suavemente mientras que el sol nos tostaba la piel. La brisa tibia nos llevó el aroma de las montañas, el olor dulce de las lumas y un poco de la esencia de los peces en el río. Todos los sentidos gritaban en extasís.
Como eran los últimos días de verano, el agua del río era cristalina, perfectamente transparente. El sol centelleaba en el superfecie del agua como reluce una joya preciosa con la luz de una vela. Vimos truchas hermosas, como sombras de colores que acercaban a nuestras moscas y cucharas, pero sin apuro descendían de nuevo hasta perderse de vista en la profundidad del agua azul. No pescamos nada hasta, de repente, una idea apareció por voluntad propia en mi mente. Entonces me saqué la ropa hasta quedar en calzoncillos, me tiré en piquero de la popa del bote al agua y nadé hasta el alcantilado. Con cuidado lo subí paso a paso hasta encontrar un buen camino a un saliente 6 o 7 metros sobre el agua de la corriente rápida y unos cincuenta metros más adelante de donde mis hijos me miraban atentamente con sus cañas ya olvidadas. Me lancé al aire, pegué el agua con un chasquido fuerte y seguí para abajo tres metros en el agua fresca. Subí y mi cabeza partió el agua en carcajadas de risa.
Mi hija de diez años andaba en un par de shorts y una polera y sin sacarse la ropa, también se arrojó al río y se nadó hasta el alcantilado. Se trepó para arriba en la roca a un saliente aún más alta, casí diez metros sobre el río, y se tiró al vacio gritando. Mi hijo era el último, estaba un poco nervioso, pero se rió a la muerte y se saltó también. Pasamos toda la tarde trepando arriba, tirándonos en piqueros olímpicos y nadando en las corrientes del Río Puelo.
Cada vez que me encuentro complicado, desesperado, enojado a punto de pelear recuerdo el día de los saltos mortales en el cañon del Río Puelo. Los problemas se desvanecen en la medida que me meto de nuevo en aquel día mágico.
Subimos el río en nuestra panga, corrimos río arriba por los rápidos, gritando cuando las olas nos salpicaron con agua fresca. Las sonrisas querían partirnos las caras en dos. Llegamos a las aguas más quietas del cañon con sus paredes de roca casi verticales y allí pusimos a pescar. Atamos el bote a una rama que salió del acantilado a la derecha del cañon para pescar en el remanso que el río forma allí. Muy arriba, encima de las paredes de gránito vi coigües con sus ramas plumosas que sacudían suavemente en la brisa. Se escuchaba el murmullo del río, el canto de un chucao y las risas de mis hijos. El aire nos tocó las caras suavemente mientras que el sol nos tostaba la piel. La brisa tibia nos llevó el aroma de las montañas, el olor dulce de las lumas y un poco de la esencia de los peces en el río. Todos los sentidos gritaban en extasís.
Como eran los últimos días de verano, el agua del río era cristalina, perfectamente transparente. El sol centelleaba en el superfecie del agua como reluce una joya preciosa con la luz de una vela. Vimos truchas hermosas, como sombras de colores que acercaban a nuestras moscas y cucharas, pero sin apuro descendían de nuevo hasta perderse de vista en la profundidad del agua azul. No pescamos nada hasta, de repente, una idea apareció por voluntad propia en mi mente. Entonces me saqué la ropa hasta quedar en calzoncillos, me tiré en piquero de la popa del bote al agua y nadé hasta el alcantilado. Con cuidado lo subí paso a paso hasta encontrar un buen camino a un saliente 6 o 7 metros sobre el agua de la corriente rápida y unos cincuenta metros más adelante de donde mis hijos me miraban atentamente con sus cañas ya olvidadas. Me lancé al aire, pegué el agua con un chasquido fuerte y seguí para abajo tres metros en el agua fresca. Subí y mi cabeza partió el agua en carcajadas de risa.
Mi hija de diez años andaba en un par de shorts y una polera y sin sacarse la ropa, también se arrojó al río y se nadó hasta el alcantilado. Se trepó para arriba en la roca a un saliente aún más alta, casí diez metros sobre el río, y se tiró al vacio gritando. Mi hijo era el último, estaba un poco nervioso, pero se rió a la muerte y se saltó también. Pasamos toda la tarde trepando arriba, tirándonos en piqueros olímpicos y nadando en las corrientes del Río Puelo.
Cada vez que me encuentro complicado, desesperado, enojado a punto de pelear recuerdo el día de los saltos mortales en el cañon del Río Puelo. Los problemas se desvanecen en la medida que me meto de nuevo en aquel día mágico.
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